Compartido asombro

Por: Salvador Dellutri*

Nota: Cuento sobre escatología para analizar los problemas que derivan de las especulaciones escatológicas.

Eran dos maestros reconocidos sobre temas escatológicos,  hasta se respeta­ban. Vagamente los recuerdo conversando  Animadamente en un café de la Aveni­da de Mayo, sobre la parusía, según los teólogos bizantinos. Aunque no se frecuentaban, el tema y la tarea los hermanaba.

Pero la chispa estalló cuando tuvieron que compartir un panel para responder a los interrogantes surgidos en el Primer Congreso Pro Segunda Venida que organizaba la A­sociación Maranatha.

Fue cuando un joven de gruesas gafas e incipiente calvicie los interrogó acerca del color de la alfombra por la que los redimidos accederían hasta el Supremo Tribunal. Muy suelto de cuerpo Eustaquio Rocamora contestó, exhibiendo erudición, que según sus cálculos sería una alfombra roja de trescientas metros de largo. Nadie osó pre­guntarle en que basaba su suposición (para eso era un erudito). Pero su colega poniéndo­se lívido, lo increpó para señalarle su error: la alfombra sería blanca y tendría setecien­tos metros de largo.

Se hizo un silencio sepulcral y todos intuyeron que allí daba comienzo una nueva página de la escatología.

Rápidamente Eustaquio argumentó: «La alfombra únicamente puede ser roja, porque es el color de la sangre, por lo tanto simboliza la redención y tendrá trescientos metros porque el tres es el número de Dios» y aclaró, queriendo congraciarse con el au­ditorio: «¿Qué otro color podría tener, y qué otra medida, que pudiese simbolizar la so­la gracia con tanta contundencia?»

Garcilaso Reinafé no se amilanó: «Sostengo contra tal herejía que será blanca y de setecientos metros. ¿Acaso siete no es el número perfecto? ¿No es el blanco el color de la santidad? ¿Y no es, por cierto, la santidad la condición para ver a Dios?»

De allí en más la discusión fue subiendo de tono y los epítetos fueron cada vez más fuertes. En los argumentos hicieron comparecer desde Agustín hasta Barth a todos los teólogos: santos o heréticos, derechistas o izquierdistas, protestantes o católicos. To­do era válido para sostener el colorido argumento.

Un oportuno apagón dio por terminado el debate, pero la mecha estaba encendi­da.

Eustaquio formó la Asociación Escatológica de la Redención y una profusa litera­tura fue corriendo como reguero defendiendo colores y medidas.

Por su parte Garcilaso comenzó un ciclo de Conferencias auspiciadas por la Uni­dad Escatológica de Santidad, creada al efecto, donde argumentaba la blancura inmacu­lada de la debatida alfombra.

Rápidamente, detrás de uno y otro, fueron alineándose asociaciones, misiones, denominaciones, fraternidades, convenciones, comisiones, sínodos, y cada uno aportaba su particular visión del problema.

La Comisión Inmersionista nombró una comisión «ad hoc» para que preparara un «memorandum ad referendum «. El Sínodo Tradicionalista se inclinó por la alfombra ro­ja «porque así lo debían enseñar nuestros mayores». La Fraternidad Zurda, por su parte, adhirió también a la alfombra roja, pero por motivos más pragmáticos. La Misión P.P.B. (Pocos Pero Buenos) se inclinó por el blanco, como era de prever. Y los grupos «Glo­ria-Aleluya» – bastante despistados -, adhirieron a las dos tendencias y levantaron, en­tre alabanzas, una ofrenda que después no supieron a quién derivar. Hasta la Convención Ecuménica «Ven, Hermano Separado» se expidió y con mucha originalidad: Postulaba una alfombra rosa de quinientos metros para que todos estuvieran conformes.

Demás está decir que la agitación llevaba consigo todos los elementos inquisitoria­les, y adherir a una u otra tendencia significaba excomulgar y ser excomulgado. Eustaquio y Garcilaso fueron dos banderas desbordadas por el fanatismo de sus seguidores, que llegaron a odiarse con el peor de los odios: El odio teológico. Que quiere ser «odiar en el nombre de Dios». Claro Que ellos no lo llamaban odio, sino «celo santi­ficado» que sonaba mucho más evangélico.

Cada uno anatematizaba pública v notoriamente al otro tildándolo de «hereje irredento», y leían con fruición cada página publicada por el contendiente, escuchaban cada grabación que editaban, para poder refutar cada expresión, cada giro, cada adjetivo y cada preposición que su paranoia veía como documento irrefutable a su favor.

Se dice que aún mandaron espías a sus respectivos Institutos Bíblicos para hacer grabaciones piratas de sus enseñanzas a los efectos de destruirse, pero nunca pudo com­probarse tal ruindad.

Lo cierto es que el tiempo pasó, las brechas se ahondaron y el «celo santificado» se concretó en los corazones formando raíces de amargura profusamente bifurcadas. Eustaquio y Garcilaso tenían sin embargo una profunda coincidencia: cada uno veía al otro como la encarnación misma del demonio, y ya que no podían compartir su amor, por lo menos compartían, muy a su pesar, un común y gemelo resentimiento. Finalmente un lluvioso día del mes de julio el lechero que proveía las necesidades de Eustaquio sospechó la tragedia: la botella no había sido retirada del umbral durante el fin de semana. Lo descubrieron rígido en su lecho. Al otro día, bajo un temporal, una veintena de seguidores lo enterraban. Junto a la tumba se volvieron a escuchar las encen­didas arengas, que repetían los ya gastados argumentos.

Poco después también Garcilaso partía. Fue acompañado por sus aliados, que nun­ca llegaron a ser sus amigos, porque en medio del fragor de la lucha parecían tener veda­da la amistad.

También al morir tuvieron cosas en común: farragosos discursos de elogios y ana­temas. Pero, extrañamente, ninguna lágrima.

Epílogo profético

Imposible describir la puerta resplandeciente por la cual se accedía al Sagrado Tro­no, las palabras no pueden llevar en la pobreza de su música la majestad de aquel pórtico impar.

A derecha e izquierda, perdiéndose hacia oriente y occidente dos filas de redimi­dos convergían entrando solemnemente para enfrentarse al trono. Al entrar lo hacían uno de cada fila que, aunque la mayor de las veces eran desconocidos, estaban unidos por la sangre del Cordero y se tomaban de la mano en señal de hermandad.

En la fila oriental aguardaba Garcilaso llevando un libro encuadernado en blanco, con bordes de oro, donde estaban resumidas todas las teorías que con paciencia había e­lucubrado sobre la, para él, nívea alfombra.

Llegó al pórtico y su asombro no tuvo límites: coincidía con Eustaquio que lleva­ba en sus manos un libro idéntico al suyo, pero de roja encuadernación.

Como ya habían sido transformados el asombro fue solo eso, porque el resenti­miento había sido derretido por la sangre redentora.

Pero el compartido asombro se transformó en desmesurado estupor cuando vieron la senda que debían transitar. Arrojaron los libros fuera de la puerta y tendieron sus ma­nos vacías hacia el Señor que los recibía por igual. Entonces avanzaron genuinamente hermanados por el camino de gloria indescriptible que conducía al trono.

San Miguel, Diciembre de 1985

*Salvador Dellutri: Pastor, Profesor, Periodista, Conferencista y Escritor de libros como: “El mundo al que predicamos”, “En Primera Persona”, “Las Estaciones de la alegría”, “Hay que matar a Jesús”, “El desafío posmoderno” entre otros. Produce dos programas de Radio Trans Mundial, “Tierra Firme” y “Los Grandes Temas”.

4 comentarios sobre “Compartido asombro

  1. Después de 30 años sigue siendo un cuento muy pertinente en nuestro tiempo.

    Lamentablemente, el tipo de actitudes que reflejan los protagonistas terminan banalizando un tema tan importante como es la Escatología, la Segunda Venida o la Parousía. Grandes siervos de Dios se alejan y se abstraen, no solamente de la belicosa y cruda discusión, sino también del contenido de esa verdad bíblica. Para no participar de disputas, también se termina dejando el tema de lado. Y así se aconseja que hagan los demás: «No te metas en estos temas, traen muchos problemas». De esta manera, dentro de la Escatología, se empieza a gestar un «vacío» de sensatez, claridad conceptual y sana doctrina y se convierte en un caldo de cultivo para cualquier sarta de disparates y habladurías. Los sinceros se apartan y los charlatanes llenan la escena.

  2. Personajes como estos han manchado gran parte de la enseñanza de nuestro Maestro Jesucristo. Que hace los espirituales no quieran saber del tema. Y si se llega a escuchar que alguna persona por casualidad menciona alguno de estos temas, ya es objeto de desconfianza y precaución.

    En una oportunidad hablando de estos temas, un gran y reconocido pastor, sin querer obviar la conversación, me dijo más o menos así: «yo en estos temas no me meto mucho, yo prefiero más los temas prácticos, como la familia, el predicar el evangelio, la vida cristiana…». ¿Quién pudiera culpar a este hermano por culpa de estos tipos incontrolables y dañinos? Pero todo va quedando bajo el tapete del tabú: «de eso no se habla, no sea que quedes como un fanático o te enredes en el fanatismo».

  3. «Todos tienen razón. Ninguno está equivocado. Hay diferentes opiniones, puntos de vista y matices». Todo es todo, nada es nada. Todo está correcto. Nada se puede decir que está equivocado. Es la banalización de la Escatología. Es de las pocas «ramas de la Teología Bíblica» que hay varias «verdades». Y lo peor, como bien enseña el cuento: Se puede tener la más sana doctrina, pero donde difieras en un punto de estos, eres el peor hereje sobre la tierra.

    ¡Qué triste que un asunto tan importante esté dejado de lado por muchos siervos de Dios por la culpa de unos cuentas que han inundado la materia!

  4. Jesucristo dedicó un sermón entero a esto, más conocido como el Sermón del Monte de los Olivos. Varios capítulos en los Evangelios: Mateo 24, Lucas 21 y Marcos 13. «Enseñándoles que guarden TODO el consejo de Dios», dijo Jesús. Un libro entero como Apocalipsis, que es enseñanza directa de Jesucristo. El apóstol Pablo escribe dos cartas hablando de estas enseñanzas (1 y 2 de Tesalonicenses). Pedro también en algunos pasajes de sus cartas. Ni hablar de los incontables pasajes en el Antiguo Testamento. Mucho para prestar poco o mínimo interés, aún cuando hay muchos chantas.

    «No menospreciéis las profecías.» 1 Tesalonicenses 5:20.

    Dios quiera que se levanten hombres y mujeres que puedan hablar la verdad con el sentido bíblico y no con chamullo.

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