El justo por los injustos

Por Salvador Dellutri*

Francisco de Zurbarán, artista del barroco español, pintó una obra singular por su belleza y dramatismo a la que tituló “Agnus Dei” (Cordero de Dios). Sobre un fondo oscuro se destaca la figura de un cordero con sus cuatro patas atadas, colocadas en primer plano, cerca del observador para destacar su importancia. No tiene ningún símbolo que pueda identificarlo como una imagen religiosa, es solo un cordero evidentemente preparado para el sacrificio. No es difícil imaginar que la muerte está presente y es inminente el derramamiento de sangre. La sensibilidad de Zurbarán logró sintetizar el punto de encuentro entre la Pascua judía y la cristiana, y en el título de su obra apeló a la declaración que hizo Juan Bautista cuando señalando a Jesús dijo “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”[1].Una síntesis luminosa que vincula el pasado y el futuro.

La Pascua, como celebración judía, se instituyó como consecuencia de la última plaga con que Dios se manifestó poderosamente en Egipto. Dios pasó sobre los dominios de los egipcios y ejecutó su juicio sobre todos los primogénitos. Pero lo hizo de una manera muy singular, sin establecer diferencias; ni castigaría a los egipcios por ser egipcios opresores, ni libraría a los israelitas por ser israelitas esclavos. Si bien el Imperio Egipcio era despótico y abusador y debía recibir su merecido, los israelitas no estaban exentos de culpas ante un Dios cuya mirada es mucho más penetrante que la humana y analiza los corazones.

Para librarse de la ira de Dios cada familia hebrea debía proveerse de un cordero cuyas características habían sido especificadas minuciosamente por el Creador: Sin defecto, macho y de un año[2]. De acuerdo a las indicaciones debían sacrificarlo, juntar la sangre en un lebrillo y pintar el dintel de la puerta de sus viviendas con la sangre. Esa marca era la contraseña para librarlos de la muerte, porque la consigna era: “… la sangre os será por seña en las casas donde vosotros estéis; y veré la sangre y pasaré de vosotros”[3]. Solo por medio de la sangre podrían salvar la vida de sus primogénitos.

La noche señalada Dios pasó sobre Egipto y la muerte estuvo presente en todas las casas, en algunas porque moría el primogénito y en otras porque la sangre del cordero sacrificado estaba en los dinteles. Dios estaba enseñando a su pueblo el significado de la sustitución: la vida del primogénito era sustituida por la del cordero, y la sangre era el testimonio.

El Dios de la Biblia, en contraposición con los dioses de factura humana, tiene carácter moral y condena el pecado. En la epístola a los Romanos, la carta magna del evangelio, se señala la sentencia: “Porque la paga del pecado es muerte”[4]. La ley mosaica revela el corazón de Dios y las taxativas prohibiciones – protectoras de la vida, los bienes, la familia – van mostrando la rectitud de Dios y las demandas que esa rectitud tiene sobre las criaturas. Y su fiscalización no alcanza solamente a la esfera externa de los hechos, sino también penetra hasta el corazón, como lo demuestra el último de los mandamientos referido a la codicia.

Estos mandamientos no aparecen como sugerencias u opciones de conducta, sino como las lógicas imposiciones del Creador y Sustentador del universo. Como era de esperar quien las trasgredía se hacía pasible del castigo. La severidad con que se presenta la ley ha hecho que quienes miran superficialmente el Antiguo Testamento hablen del “Dios castigador” o “La cara oscura del Dios” del Antiguo Testamento para contraponerla al “Dios de amor” del Nuevo Testamento. Esta tesis, fruto de mentes afiebradas, es desmentida en el mismo Sinaí, porque luego de dar la ley Dios ordena la erección de un templo portátil, el tabernáculo.

En el tabernáculo está graficada en forma audiovisual la relación del hombre con Dios. El Dios espiritual y eterno está separado del hombre, su gloria mora en el “Santo de los Santos”, lugar inaccesible para los mortales. Pero esa morada estaba en medio de su pueblo, dejando un claro mensaje de que Dios está moralmente separado del mal, no puede tolerar el pecado, pero quería estar en medio de ellos.

Cuando un israelita cometía un pecado y sentía el peso de su culpa, la asumía llevando un cordero al sacrificio. Porque Dios es justo y exigente, pero también misericordioso y clemente. El cordero que moría sobre el altar era la víctima que sustituía simbólicamente al pecador.

Esta es una de las grandes diferencias que el pueblo hebreo tenía con la civilización helénica. Los griegos que tomaban conciencia de su propia culpa, se exculpaban descargando la responsabilidad sobre los dioses, a quienes mostraban como perversos titiriteros que los manejaban a su antojo. Ese intento de eludir la culpa demuestra que carecían de una respuesta satisfactoria y sabrían que una culpa sin respuesta es perniciosa. Por eso Esquilo en “Niove” hace decir a uno de sus personajes: “dios engendran los mortales la culpa cuando quiere destruir totalmente a una familia”. Por el contrario, los hebreos, depositarios de la revelación de Dios, podían acceder de ordinario a la expiación de las culpas personales porque tenían un sacrificio sustitutorio.

Además una vez al año, el Sumo Sacerdote se presentaba en el “Santo de los Santos” para hacer expiación de los pecados del pueblo con un sacrificio y rociaba la sangre sobre el arca del pacto, único mueble del lugar y símbolo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El pecado era pagado con la víctima que actuaba como sustituto. Dios se mostraba de esa forma como el Redentor de su pueblo.

Por supuesto que todo esto era la gratificación a través de símbolos de algo que todavía estaba en el misterio. ¿Comprenderían esto los oferentes? ¿Se darían cuenta que la muerte de un animal irracional no servía para expiar la culpa de los hombres? Seguramente la mayoría no tenía tal agudeza en la comprensión de las verdades espirituales. Sin embargo,  cuando David confiesa su pecado delante de Dios, dice:

Porque no quieres sacrificio, que yo lo daría;

No quieres holocausto.

Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado;

Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios[5].

El rey David tiene una fina percepción espiritual y parece sospechar que sobre el tema del pecado y la expiación no está todo dicho, que todavía falta algo que se revelará en el futuro. Pero todos los sacrificios con que los hebreos se acercaban a Dios preparaban el camino para que en el momento en que Juan el Bautista señalara a Jesús como el “cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, lo que era figura se hace realidad y sustancia.

El hombre de la modernidad en su desprendimiento de Dios y de las verdades absolutas y eternas no pudo resolver satisfactoriamente el problema de la culpa. Recurrió entonces a la alteración de la conciencia moral generando una aversión al tema de la culpabilidad, tratando de mostrar que la culpa es un sentimiento esclavizante y destructivo.

El ser humano, como ser creado, es responsable ante Dios. Por lo tanto su pecado genera una culpa que es real y cuya sentencia es la muerte. El sacrificio de Cristo en la cruz del calvario es sustitutorio, así lo afirma el Apóstol Pedro cuando escribe: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios”[6].

Era necesario que Dios se encarnara, penetrara en el mundo como hombre, hiciera el proceso natural de la vida humana – nacimiento, crecimiento, muerte – pero ajeno al pecado. Por lo tanto la muerte de Jesucristo no es la consecuencia, como en el hombre, de la condición de pecador. Él fue sin pecado y por lo tanto no debía morir. Muere porque tomando el lugar de los hombres carga con el pecado. Como lo dijera poéticamente el profeta Isaías: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”[7]. El apóstol Pedro, testigo presencial de la entrega y sufrimiento de Cristo con toda claridad nos dice que el Señor llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados[8].

Cuando miramos la historia de la cruz no podemos menos que admirar como se conjugan la justicia y el amor de Dios para resolver en Cristo el gran teorema del pecado y la muerte en la sustitución. Cristo es a la vez el sacerdote que ofrenda y la víctima ofrecida. Por ese sacrificio, y solo por medio de Él, podemos reconciliarnos con Dios. La Biblia es muy clara al afirmar la singularidad de la obra de Cristo. El apóstol Pablo declara: “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos”[9]. Sin la muerte sustitutoria de Cristo en la cruz no puede haber perdón.

Francisco de Zurbarán, como señalamos en el comienzo, une en su cuadro la visión de sustitución del Antiguo y el Nuevo Testamento. El Israel de la antigüedad ve en el cordero al sustituto que debe llevar al altar, colocar sobre él las manos, y verlo morir por sus pecados. Los cristianos vemos el símbolo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Nos unimos al apóstol Juan para decir: “Al que nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén”[10].

[1] Juan 1.29

[2] Éxodo 12.5

[3] Éxodo12.13

[4] Romanos 6.23

[5] Salmo 51.16-17

[6] 1 Pedro 3.18

[7] Isaías 53.6

[8] 1 Pedro 2.24

[9] 1 Timoteo 2.5-6

[10] Apocalipsis 1.5-6

*Salvador Dellutri: Pastor, Profesor, Periodista, Conferencista y Escritor de libros como: “El mundo al que predicamos”, “En Primera Persona”, “Las Estaciones de la alegría”, “Hay que matar a Jesús”, “El desafío posmoderno”, “La aventura del pensamiento”, “La Fe y el sentido de la vida”, “Ética y Política”,  “En primera persona” entre otros. Produce dos programas de Radio Transmundial, “Tierra Firme” y “Los Grandes Temas”.

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