Por Salvador Dellutri
Las palabras son como monedas que nos facilitan el intercambio de ideas. Y, como las monedas, de tanto trajinar de mano en mano se deterioran, se ensucian, pierden su color original, se resquebrajan. Hoy nos convocan dos palabras que han sido manoseadas durante siglos y que en su largo periplo se han ido trasmutando y envileciendo. Y todos colaboramos con el envilecimiento.
La palabra caridad en el lenguaje común, el que utiliza el hombre de la calle, se asimila a limosna. Es la monedita que se le da al mendigo o al indigente. La palabra ha ido perdiendo la profundidad y diafanidad de sus orígenes. Caridad es, dentro de la fe cristiana, una de las tres virtudes teologales. Es la forma en que traducimos del griego la palabra ágape con la que los cristianos designaban su práctica de amor para diferenciarla del eros –el amor carnal y sensual, el amor apasionado que busca la propia satisfacción– y de philia –el amor familiar o de la amistad, no tiene el apasionamiento del eros, pero es un amor retributivo. Ágape era entre los griegos una palabra infrecuente y descolorida que los cristianos tomaron del desván del idioma y le dieron un vigor y brillo extraordinario. Porque ágape es el amor que nace de la voluntad y que se entrega generosamente sin esperar recompensa; es el amor que se da por entero sin que medie ningún interés.
Es el amor más puro hecho acción, que no se genera en el instinto ni en la emotividad. Nace de la más profunda racionalidad y espiritualidad y se transforma en voluntad inquebrantable de hacer el bien por el bien mismo.
Al lado de esta palabra brillante colocamos la palabra justicia. Otra palabra luminosa muchas veces empañada cuando se la confunde con venganza, revanchismo, desquite, represalia, escarmiento y terminamos por opacarla. La justicia es la sed constante del hombre en un mundo entristecido por la presencia constante del mal y la corrupción. Cuando esta sed desaparece, cuando el conformismo o el fatalismo nos hace que renunciar a la búsqueda de una justicia imparcial el hombre se desnaturaliza. Por eso nuestro Señor Jesucristo, en el Sermón de la Montaña decía: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia…»
Sócrates opinaba que la justicia era más preciosa que el oro y Eurípides poéticamente expresaba el mismo pensamiento diciendo que la justicia era más maravillosa que el lucero matutino y el vespertino. Pero mucho antes que ellos, cuando Dios organizó a su pueblo en la antigüedad, instaló a la justicia como un tema central y les indicó: La justicia, y solo la justicia, es lo que ustedes deben seguir, para que vivan y posean el país que el Señor su Dios les da. Los sabios que indagaban sobre la importancia de la justicia llegaron a una conclusión que queda registrada en la Biblia en el libro de los Proverbios: La justicia engrandece a la nación; la corrupción es afrenta de las naciones.
También los profetas, en tiempos de declinación moral, hicieron de la justicia el tema central de su prédica como único camino para salir de la decadencia. Isaías les recuerda que el efecto de la justicia será paz; y la labor de la justicia, reposo y seguridad para siempre.
Pero ¿qué es la justicia? ¿cómo podemos definirla? San Agustín nos da una definición tan sencilla como inquietante: La justicia es dar a cada uno lo que se le debe. Sencilla en su enunciación, pero difícil en su aplicación porque la justicia pasa por la mano de los hombres y es allí donde se corrompe. La ley mosaica, realista en cuanto a las debilidades humanas, advertía: No actúes con injusticia cuando dictes sentencia: ni favorezcas al débil, ni te rindas ante el poderoso. Apégate a la justicia cuando dictes sentencia.
Cervantes, que conocía como pocos el alma humana, utiliza a su alter ego literario para resumir en pocas palabras los problemas que se le presentan al hombre cuando debe actuar como juez. Don Quijote aconseja a Sancho, flamante gobernador de la ínsula, sobre la administración de justicia y le dice: Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, como por entre los sollozos e importunidades del pobre. (…) Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia. (…) en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia. Cervantes, como viejo cristiano, conocía la sentencia de la ley mosaica que dice: No perviertan la justicia; no hagan ninguna diferencia entre unas personas y otras, ni se dejen sobornar, pues el soborno ciega los ojos de los sabios y pervierte las palabras de las personas justas.Pero junto a la descripción del peligro de pervertir la justicia por una compasión demagógica o por sucumbir a la tentación del soborno, Cervantes une la justicia a la caridad, sugiriendo que cuando se presente un margen de maniobrabilidad es preferible dar lugar a la piedad, la clemencia y la misericordia sin vulnerar la justicia.
¿Cómo relacionar justicia y caridad?
Parecen virtudes paralelas, difíciles de conjugar. Jean Guitton en sus agudas reflexiones sobre la justicia y la caridad dice: No hay que confundir justicia con caridad, pues, aunque se la recomienda, la caridad no es exigible, como la justicia, por la fuerza. Es su complemento, la humaniza. La práctica de la mera justicia no tiene ningún mérito. Pero la justicia es la condición necesaria para la caridad. Luego Guitton elogia un fallo de la justicia francesa. Una mujer pobre había robado alimentos selectos para mimar a sus hijos a quien siempre tenía que alimentar con pastas. El tribunal la absolvió pero el Ministerio Público apeló la medida. Finalmente la Corte la condenó a una pena ligera, pero en suspenso. Guittón comenta: Buena manera de juzgar. La Corte aplicó la ley, es decir hizo justicia. Pero al dejar la pena en suspenso practicó la misericordia.
Fue nuestro Señor Jesucristo, en su diatriba contra los fariseos, quien los increpó diciendo: ¡Ay de vosotros, Fariseos! que diezmáis la menta, y la ruda, y toda hortaliza; y pasáis por alto la justicia y la caridad de Dios pasáis de largo. Pues estas cosas era necesario hacer, y no dejar las otras.
Ambas palabras están conjugadas en Dios. En él la justicia y la caridad van de la mano, se complementan armoniosamente y encuentran su plenitud. ¿Qué es la cruz de Jesús sino el encuentro de la justicia de Dios sobre el pecado sobre la caridad de Dios por los pecadores? El Hijo sufre el castigo para redimir al culpable. La justicia queda satisfecha y la caridad en forma de misericordia se derrama para todos los hombres.
A nosotros, los mortales, nos cuesta mucho conjugarlas. Afectados por el mal y la corrupción hemos bastardeado nuestro concepto de justicia. Platón dice en La República que la justicia armoniza todas las virtudes y afirma: La justicia es la virtud de la ciudad. Aristóteles la define como la virtud que gobierna las relaciones interpersonales en la sociedad y es reflejo de la armonía interior del hombre ejercitar la justicia.
De acuerdo al diagnóstico de los ilustres filósofos de la antigua Grecia las dificultades que nos aquejan a los argentinos con la justicia reflejan nuestro estado de desequilibrio interior y presagian un destino aciago. No se puede consagrar la impunidad o tolerar la corrupción y a la vez mantener la armonía del cuerpo social. Luis Thiers dice: La injusticia es una madre jamás estéril, siempre produce hijos dignos de ella.Es notable que muchas veces en nuestro país a las pocas horas de producirse un hecho de sangre salga la gente a la calle a reclamar justicia. Lo que es un derecho inalienable parece haberse transformado para muchos en algo esquivo. La automática reacción demuestra que no existe confianza en la maquinaria de la justicia, por lo tanto la gente prejuzga y exige que se convalide su sentencia. Actitud muy peligrosa porque sin conocimiento de procedimientos, leyes y aplicación de la ley la búsqueda legítima de justicia puede derivar fácilmente en injusticia.
Pero digamos también que los argentinos tenemos problemas no sólo con la justicia, sino también con la ley. Creemos que todas las leyes, normas y reglamentos están hechos para perjudicarnos, que llevan en sí el germen de la represión, y que toda punición es ilegítima. Por eso hemos hecho de la trasgresión una muestra de picardía y viveza, y creemos que son actitudes que revelan nuestra superioridad frente a quienes están dispuestos a obedecer las leyes. Esta actitud actúa como un caldo de cultivo porque se comienza diluyendo y borrando el límite entre lo legal y lo ilegal, lo correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo, para finalmente encontrarnos con que hemos perdido el criterio de justicia, estamos desbordados por la violencia y el crimen y en un estado de incipiente anarquía.
Nuestro país se asemeja desde hace mucho tiempo a un gigantesco aguantadero: Genocidas, asesinos, torturadores, traficantes y toda clase de corruptos encontraron y encuentran protección dentro de nuestras fronteras. En nuestro país se puede volar impunemente una embajada o hacer estallar un pueblo entero que siempre la maquinaria de la justicia llegará a punto muerto. Se puede confundir un casquillo de bala con un “pituto” y cinco tiros en la cabeza con una caída en la bañera, que siempre se encontrará el medio de burlar a la justicia. En este clima de notoria impunidad, se tejen negocios turbios en las altas esferas y en la zona marginal. El delito está protegido por la desidia, incompetencia o corrupción de legisladores, políticos, jueces, fiscales y policías. Queda siempre la impresión de que el que no está protegido es el ciudadano honesto.
El sabio Salomón en el Eclesiastés observa: También he visto que a gente malvada la alaban el día de su entierro; y en la ciudad donde cometió su maldad, nadie después lo recuerda. Y esto no tiene sentido, porque al no ejecutarse en seguida la sentencia para castigar la maldad, se provoca que el hombre sólo piense en hacer lo malo. Esta antigua radiografía de una sociedad decadente se ajusta tristemente a nuestra realidad.
Hago estas consideraciones porque me inquieta el futuro de los argentinos. Este cuadro presente tiene su raíz en al pasado inmediato. Somos una nación con profundas heridas todavía abiertas, que dividen y generan odios que se retro alimentan cíclicamente impidiendo la cicatrización.
Los espectros de la tenebrosa noche del pasado vuelven una y otra vez a ocupar la primera plana de los diarios. Son los nombres malditos del ayer para quienes parece que el tiempo no pasara. Van envejeciendo y tienen el extraño poder de mantenernos sujetos a ese pasado negro que no podemos conjurar. Extrañamente, como en las películas de terror, cada vez que tratamos de proyectarnos hacia delante recibimos la visita de los muertos vivos que regresan. Son como una maldición que pesa sobre nuestras cabezas.
Esa maldición es la consecuencia de la falta de justicia. Cuando los intereses políticos o sectoriales priman por encima de la justicia y la bastardean como ha sucedido en nuestro país, se produce un caos ético. Todo lo actuado al margen de la ley debe ser sancionado con todo el peso de la ley, de no hacerlo se sufren las consecuencias. Y cuando a esta violación de la justicia se añaden actitudes hipócritas y se otorgan perdones unilaterales y se hace una misericordia no consensuada lo único que se consigue es que las heridas se profundicen. Todo esto nos llevó a este oscuro callejón sin salida.
¿Cómo hicieron países afectados por la guerra para superar su pasado? ¿Cómo hicieron para sepultarlo y proyectarse hacia el futuro? Ejercieron la justicia y consensuaron la misericordia.
¿Qué tendríamos que hacer para cerrar este capítulo negro de nuestra historia? En este momento es difícil dar respuestas contundentes porque los problemas y las dificultades se potenciaron en el tiempo, y las posiciones se radicalizaron. Creo que nadie puede arrogarse la capacidad de tener una respuesta que conforme a todos. Las heridas sociales que se mantuvieron abiertas en el tiempo se transformaron en llagas. Y la llaga social es el resultado de la suma de heridas personales que no pueden sanarse por decreto. Pero todos tenemos que ser conscientes que en alguna forma hay que arbitrar los medios para cicatrizarlas.
No se puede vivir sin justicia, por lo tanto hay que tener el valor de ejercerla. No se puede tolerar la impunidad, por lo tanto hay que tener el valor de extirparla. Y hay que hacerlo porque no se puede vivir con las heridas permanentemente abiertas, no podemos seguir atados al pasado y todos tenemos que abocarnos febrilmente a buscar la forma de hacerlas cicatrizar. Mientras esas heridas permanezcan abiertas no tendremos futuro. Hay que cicatrizarlas, es imprescindible. Pero ¿cómo hacerlo? Soy consciente de que querer pararse en el medio es exponerse a ser victima de todas las iras. Pero quisiera por un momento hacer abstracción de las propias heridas en homenaje al tema que nos convoca. Porque intuyo que la clave está en que sepamos conjugar las dos palabras que nos convocan: Justicia y Caridad. El bálsamo que necesita nuestra sociedad está en que se cumpla con las demandas de una verdadera justicia no infectada por las ideologías y, si fuera posible y diera lugar, se practique una sincera caridad consensuada que surja de corazones serenos convencidos voluntariamente que no hay futuro si se sigue revolviendo el pasado.
Tengo debajo del mentón una ahora casi imperceptible cicatriz. Cuando apenas tenía cinco años caí de bruces y el filo de una baldosa me abrió un tajo que sangró profusamente. Durante varios días tuve que soportar el incómodo vendaje y luchar contra la tentación de tocar la herida. Finalmente se hizo la costra, me retiraron las vendas y aprendí a convivir con esa cicatriz que me acompaña hasta hoy. Cada vez que la veo esbozo una sonrisa recordando la caída, el pánico, el dolor, la sangre y el llanto. Pero el tiempo la transformó en un recuerdo que ya no duele.
Lo mismo me pasó con otras heridas, las del alma. Como a todos los mortales me tocaron recibir muchas y tuve que aprender a dejarlas cicatrizar, porque es preferible llevar una marca como recuerdo que soportar un permanente dolor. Guiado por el saber de los antiguos, ajenos a los dislates del psicoanálisis, no intenté reabrir continuamente las heridas ni revolver histéricamente el pasado. Tengo la lucidez necesaria como para saber que lo más importante es construir el futuro y me aboco a trabajar mirando hacia delante. Vendar en silencio las heridas del alma hace que el dolor se disuelva y deje paso al recuerdo.
Hoy puedo decir que allí están, forman parte de mi historia, ayer dolieron pero ya no duelen: Son cicatrices. ¿Por qué no las mantuve abiertas? Porque manteniendo heridas abiertas uno se hace esclavo del pasado y no se puede avanzar mirando hacia atrás.
Añoro que en nuestra tierra las heridas se cierren y quede siempre presente la cicatriz de la memoria porque nunca es recomendable el olvido. Sueño que podamos legar a la generación que viene una Argentina luminosa donde la noche del pasado se sepulte para siempre. Anhelo, en definitiva, que se cumplan las palabras del salmista cuando dice:
La justicia y la paz se besaron.
La verdad brotará de la tierra,
Y la justicia mirará desde los cielos.
Espero que esté cerca el día en que todos elevamos los ojos hacia el Supremo Juez del universo, comprendiendo que solo él, en quien se conjugan naturalmente la justicia y la caridad, puede darnos una respuesta definitiva para que la nueva generación avance en paz hacia un horizonte de esperanza.
El texto de esta ponencia fue presentado en la la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Organizada por la Comisión del Libro Religioso de la Cámara Argentina del Libro, el 25 de abril de 2006, en la Sala Victoria Ocampo y a sala llena, se presentó el tema “Justicia y Caridad”. Los expositores fueron el pastor Salvador Dellutri y Monseñor Jorge Casaretto, Obispo de San Isidro. El tema en cuestión, la calidad de los conferencistas y el interés mostrado por el público asistente pusieron de manifiesto la pertinencia y la profundidad del tema elegido y la manera en que fue abordado.



