La transfiguración de mi hijo

Escribo después de haber postergado una y otra vez el tema. Pero no ha sido la pereza ni la negligencia lo que me demoró. Acumulé datos, versículos, argumentos, especulaciones, pero todo parecía demasiado abstracto y lejano para reflejar el acuciante problema que me convocaba: El problema del mal.

por SALVADOR DELLUTRI

 Sentí la limitación de la palabra y el razonamiento frente a un problema que en vano trataba de enfocar a la distancia. Era como el médico que debe diagnosticar el cáncer a su propio padre que se siente inhibido por la lucha entre la ciencia y el afecto.

 ¿Podría analizar algo tan abstracto y a la vez concreto como el mal, acumulando el material que tenía cuando estoy viviendo en medio del problema, lo veo aflorar en la sociedad a la que pertenezco, en mis seres queridos, en mi mismo?

 Podía evocar las imágenes estremecedoras de la violencia, los campos de concentración, las cámaras de gas, las explosiones atómicas, pero ¿Cómo transmitir eso que va más allá de la retórica? Por eso elegí el camino aparentemente más fácil, pero también mucho más doloroso de la vivencia.

Mi hijo Ariel tiene escasos tres años* -tengo la imagen grabada en mi retina y parece que estuviera sucediendo- corretea alrededor mío investigando con inquietud todos los misterios de la casa. Descubre el taburete del piano y comienza a hacerlo girar con energía.

 Le advierto que no toque el tornillo sobre el que gira, porque está engrasado. Me mima y asiente.

Vuelvo a enfrascarme en la lectura y un minuto después su manito derecha está sucia: tocó el tornillo.
-¿Qué hiciste?- pregunto.
-Nada.
-No. Muéstrame la mano.

 Y oculta diestramente la mano derecha en la espalda mientras exhibe su mano izquierda inmaculada. Era su primera mentira.

Me derrumbo en el sillón y pienso. Nadie le enseñó a mentir. El mal vino con él. Me había sido concedido por Dios en préstamo para que formara en él un hombre. Así lo entendía y así volcaba sobre él todo mi amor. Pero de pronto la realidad me abofetea para señalarme que mi trabajo se efectúa sobre un ser caído sobre el cual ni la instrucción, ni toda mi dedicación puede nada. Allí estaba el mal.

 Y en mí imaginación comienza a transfigurarse, lo que es semilla se transforma en violencia, crueldad, blasfemia, mentira, concupiscencia, rebeldía. El germen del asesino, del criminal, del torturador, del libertino está presente. Y percibo como nunca la lucha y la impotencia. Palpo que no es un enfrentamiento humano, sino una lucha contra principados, potestades, señores de este mundo, gobernadores de las tinieblas.

 Soñaba con una transfiguración  que mostrara la gloria, y solo encontré la raíz de la degradación y del derrumbe. Quería ser el testigo de su ascenso, pero asistiría a su desmoronamiento, a ver como la inocencia y la ternura se destrozaba para dejar paso a una realidad pavorosa. Y nada podía contra aquello.

 Detrás del problema escucho voces. La primera es una voz querida, mezcla de burla y tristeza que me trae su carga de amargura. Es la voz del ingenioso Hidalgo, don Quijote de la Mancha: «Pero no he podido yo contravenir a la orden de la naturaleza; que en ella cada cosa engendra a su semejante».

 Es una verdad dura que me complica con el problema. Desde Adán engendramos a nuestra imagen caída, a nuestra semejanza. «Adán engendró un hijo a su imagen, conforme a su semejanza» (Gn.5:3).
 El era el resultado de lo que soy. Podía darle cultura, educación, frenar la manifestación grosera del mal. Pero una mano sucia tras la espalda estaba ocultando el misterio del cataclismo del universo.

 La otra voz fue más cercana, pero más amarga. Era la voz de quién transitara por la ciencia y la abandonara con desilusión para caer en un humanismo en carne viva que lo lleva obsesivamente al borde del suicidio. Ernesto Sábato que decía: De una cosa tengo certeza, que el mal está.

 Era la voz de un agnóstico lúcido que fuera de la revelación marcada una realidad oscura que campea en toda la Biblia. Su obra esta saturada de esta idea: Los ciegos, Abdón, El poder de las tinieblas, y una mente dominando, organizando, movilizando el mal.

 Delante tengo a Ariel transfigurado: Una mente que no quería para él, que no había deseado ni convocado, en alguna forma estaba presente rivalizando conmigo, tratando de incluirlo en la gran organización de las tinieblas para que respondiera a los intereses del mal.

 ¿Qué podía hacer para anular el mal organizado? Comprendí la impotencia y la obsesión del agnóstico lúcido que hablaba.

Toqué el fondo del abismo interior, por un momento vi el interior, por un momento vi el caos, el vacío, el espanto. Pero una tercera voz comienza a moverse sobre las aguas interiores, sobre el abismo. El Espíritu desencadena la génesis que necesito.

 Me lleva hacia Pablo quién exclama «¡El mal está en el hombre para no enfrentarse con esta verdad! El mal está en mí» «¡Cómo se llega al borde del abismo cuando se la ve por primera vez! ¡Cómo renueva el frío del espanto cada vez que se la evoca! «El mal está en mi».

 El Apóstol hace mi mismo descenso: «Miserable de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?».

Y el mismo Dios que lleva al borde de la necesidad, muestra el remedio que se magnifica aún más por el contraste: «Gracias doy a Dios, por Jesucristo, Señor nuestro». No tengo una solución concreta, pero una profunda paz me inunda.

El tiempo psicológico es más veloz que el cronológico. No pasó un minuto desde que escuché la primera mentira de mi hijo, un minuto para verlo transfigurado y para hacer mi descenso y ascenso del abismo.

 Nuevamente en mi ribera lo empiezo a ver tal cual era antes. Se acerca, mimoso sobre mi hombro y me muestra, buscando indulgencia, su mano sucia.

Lo miro amenazador, repito interiormente: «Gracias doy a Dios por Jesucristo», y vuelvo a la plenitud de la esperanza».

* Nota del Autor: Este artículo lo escribí hace más de treinta años. Hoy Ariel tiene 35 años, es veterinario y desarrolla un importante servicio de apoyo a la iglesia y es una ayuda invalorable par mi ministerio. Es verdad, como señala un lector, que es un artículo fuerte y eso lo comentaron algunos amigos en el momento que fue publicado. Pero creo que una visión clara sobre nuestros hijos evita que los “endiosemos”. La “materia prima” está contaminada por el pecado y si comprendemos eso podemos educarlos en el temor del Señor y obtener resultados positivos. Salvador Dellutri

2 comentarios sobre “La transfiguración de mi hijo

  1. El articulo me parece sencillamente sobrio,lucido;es la descripción del mal con el que venimos y que se relata con crudeza pero con veracidad.Al leer este artículo salto a mi mente de inmediato lo que significa Gracia…Favor Inmerecido…Gracias a Dios por la obra preciosa,cruenta pero suficiente de su Hijo Jesús en la cruz.Soy salvo por Gracia.

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